Todos en Venezuela pronuncian la palabra “cambio”. Esa necesidad, que unos entienden como el fin del régimen de Nicolás Maduro y otros como simple giro en la economía, está detrás de cada esquina, en un mercado de Caracas, en la cola de un banco, en las camionetas con remolques abarrotados que, a falta de autobuses, llevan a los trabajadores a casa. Pero el cambio nunca llega.
La brutal represión social, el desastre económico y una hiperinflación insoportable han extendido un sentimiento de hartazgo que aún no ha estallado por la dependencia de los subsidios que mantienen bajo el yugo a las clases populares y porque la prioridad de millones de venezolanos consiste en abastecerse y conseguir comida. En definitiva, sobrevivir. “Nos hacen promesas y promesas, pero al final, nada. Mi hija se tuvo que ir para Colombia y yo no sé qué va a pasar. Estoy esperando”, dice resignada Adela Velásquez, de 64 años, en la precaria escalera de su casa del barrio de Petare. Velásquez, que se declara opositora, todavía se lamenta amargamente por la arepería que tenía en los bajos de su edificio y que, como otras muchas, tuvo que cerrar porque ya no lograba vender nada. Cuando va a cumplirse un año de la elección de la Asamblea Constituyente, es difícil encontrar, incluso en las bases chavistas, a alguien que no desee un cambio de la situación. Pero también es complicado, al margen de los sindicatos y de las fuerzas políticas de la oposición, dar con alguien con ganas, y sobre todo tiempo, para reaccionar. Una combinación que permite a Maduro resistir aun en medio de una catástrofe social.
La vida cotidiana es un rompecabezas en el que deben cuadrar los cálculos astronómicos necesarios para afrontar cada gasto y la solución de los problemas derivados de la pésima calidad de los servicios, del transporte al suministro de agua. El salario mínimo y los bonos de alimentación apenas alcanzan 5.196.000 bolívares, unos 1,47 euros mensuales al cambio no oficial, el que de facto regula el mercado. Esa es la cantidad que percibe el 70% de los trabajadores con empleo formal, insuficiente para comprar una lata de atún o incluso un kilo de arroz.
Lo recuerda Zuleika Montero, que pese a trabajar en Somos Venezuela, uno de los movimientos políticos que sostiene a Maduro, se queja de la resignación social alentada por el Gobierno. “Somos muy conformistas. Hace falta un cambio de cultura y no lo aceptamos. Con un sueldo mínimo no se sobrevive, tenemos muchas cosas en contra y pocas a favor”, lamenta esta auxiliar de farmacia de 40 años.
Su vecino Pedro Key, a punto de cumplir 65, reparte las bolsas de comida de los Comités Locales de Abastecimientos y Producción (CLAP), una ayuda introducida hace dos años que ha contribuido a cimentar la fidelidad de los sectores más vulnerables. Unos pocos paquetes de harina, sal, arroz, pasta, azúcar, leche y tomate frito que según sus críticos es la base de la compra indirecta de votos. “Las cosas no están bien. Nosotros vamos a seguir hasta el final. Nos sentimos estafados, claro, pero por los mismos empresarios. Ellos son los que nos tienen en esta zozobra tan grande que tenemos”, afirma. Este activista demanda un cambio, pero aún cree en la llamada revolución bolivariana y busca culpables fuera de las esferas de influencia del chavismo. Con el apoyo de venezolanos como él, en medio de acusaciones de fraude, el rechazo de la mayoría de la oposición y de la comunidad internacional, en mayo Maduro fue reelegido presidente hasta 2025 en unos comicios sin garantías.
No obstante, es suficiente un paseo por su barrio, Petare, un cerro sepultado por decenas de miles de construcciones improvisadas, para captar un clima en el que se entremezclan indignación y renuncia. En la memoria de los mayores de 40 todavía resuena el eco del Caracazo, la violenta ola de protestas revindicada por muchos chavistas como la antesala de su llegada al poder. Se desencadenó en 1989, durante el Gobierno de Carlos Andrés Pérez por una brusca subida de los precios. Ahora la hiperinflación que hace fluctuar la cesta de la compra en cuestión de horas enciende los ánimos de las mismas clases que entonces protagonizaron la revuelta. “Lo que se espera ahora es un estallido social”, dice Luis Díaz, que guardó cola durante tres horaspara comprar pan.
Civiles armados
Mientras tanto, en un universo paralelo, en el Cuartel de la Montaña, donde se encuentra el mausoleo de Hugo Chávez, los visitantes rinden homenaje al expresidente fallecido en 2013. La sargento Lérida Vélasquez mide su grado de fidelidad al régimen con sus preguntas. Pertenece a la Milicia, un cuerpo de más de 400.000 civiles armados creado para apoyar a los militares en “la defensa integral de la nación”.
Ángel Alvarado, asambleísta opositor, describe así el control casi absoluto de las autoridades y la miseria que empujaron a más de un millón de personas a cruzar en los últimos meses la frontera de Colombia en busca de oportunidades. “Lo que tenemos es un Estado que está colapsando, como ocurrió en Polonia, la República Checa, Hungría, Rumanía y en la Unión Soviética”, razona.
Caracas, donde rige una dolarización encubierta, ofrece un repertorio de imágenes de sangrante desigualdad. El jueves pasado, el centro comercial Tolón de la urbanización Las Mercedes parecía la puesta en escena de un sistema perverso. Entre los comercios vacíos, con la excepción de algún salón de belleza y peluquería, decenas de personas esperaban para sacar dinero en algún cajero. Solo en la cola del Banco de Venezuela había 21 clientes a la una de la tarde. Los límites fijados para retirar efectivo les hubieran dejado muy lejos del precio de unas zapatillas de una popular marca deportiva, alrededor de 70 salarios mínimos.
Todos esperan un desenlace sin conocer el guion. “La situación actual es de muy alta incertidumbre. No tiene ningún escenario posible con alta probabilidad de ocurrencia. Hay muchos escenarios. Uno es de una transición acordada entre un sector de la oposición y el chavismo o una transición chavista”, avanza el analista Henkel García, director de la consultora Econométrica. “Estos son los dos que destacan, pero puede pasar un conjunto de cosas. Ni los chavistas lo saben”.